viernes, 25 de octubre de 2013

Últimas palabras

Cuando mi madre moría lentamente, todos eran ajenos
al final de los días que se desvanecían como purpurina
de plata y manojos de desprecio generalmente popular.

Casi nadie tenía ganas de llorar ni de amar a los demás:
ese altruismo que confirma a los seres más cobardes
de este pueblo que se guía con almas ruines y serias.

A los dos días de acariciar a la odiosa y ruín tumba
se me apareció gentilmente en la esquina más oscura
interpretando lo que en sus días de ignorancia era verdad.

Y me dijo: acaricia a las ortigas y serás de sobra feliz,
e imagina mundos de grandeza para ser humilde
cuando estos seres que te rodean permitan esa licencia.

No manejo la güija; pero le dije amablemente a mi madre
que nunca muriese para no dejarme comer una manzana solo,
y que mis errores fuesen una  fantasía de un mundo imaginado.

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