al final de los días que se desvanecían como purpurina
de plata y manojos de desprecio generalmente popular.
Casi nadie tenía ganas de llorar ni de amar a los demás:
ese altruismo que confirma a los seres más cobardes
de este pueblo que se guía con almas ruines y serias.
A los dos días de acariciar a la odiosa y ruín tumba
se me apareció gentilmente en la esquina más oscura
interpretando lo que en sus días de ignorancia era verdad.
Y me dijo: acaricia a las ortigas y serás de sobra feliz,
e imagina mundos de grandeza para ser humilde
cuando estos seres que te rodean permitan esa licencia.
No manejo la güija; pero le dije amablemente a mi madre
que nunca muriese para no dejarme comer una manzana solo,
y que mis errores fuesen una fantasía de un mundo imaginado.