Escribir poemas no es tan fácil
como adorar a un dios
o ignorar a un alma inútil
que acierta con el pellejo divino.
La prepotencia de la palabra no tiene
límites;
ni siquiera la vanidad del poeta más sublime.
Se escribe, porque se vive o se desvive
con situaciones amargas y bailes desacompasados,
o porque se odian las palabras que hieren.
Y hay veces que, callado, no dices nada
y los intérpretes hablan de desidia, de amor,
de dulzura, de sinsabor, de sin grito...
Ellos hablan de la inoperancia de la metáfora pura,
del aficionado a la tristeza,
del aficionado a la incuria,
del deseo de ser no deseado...
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